Por: Soledad Morillo Belloso
Por primera vez, el Premio Nobel de la Paz se pronuncia con acento venezolano. Y no es un susurro: es un grito, un canto, un rugido de dignidad. María Corina Machado ha sido galardonada, pero no está sola en ese podio. Detrás de su nombre se alzan millones de voces que han resistido sin fusiles, con la memoria como bandera y la dignidad como escudo. Este Nobel no premia a una figura política: premia a un pueblo que ha elegido la lucha pacífica como forma de vida, como ética, como estética, como urgencia.
Durante más de dos décadas, Machado ha sido una voz clara en medio del ruido autoritario. Ha enfrentado inhabilitaciones, amenazas, campañas de descrédito y violencia institucional. Es una mujer poderosa, sí, pero su fuerza no viene del cargo que nunca le permitieron ocupar, sino del coro que la sostiene: madres que crían en la penumbra de los apagones, jóvenes que estudian en aulas sin pupitres, abuelos que narran el país perdido como quien ofrece pan, gente que no se rinde, que no se vende, que no se calla.
Este Nobel reconoce a los que han sido perseguidos por pensar distinto. A los que han sido encarcelados por exigir justicia. A los que han sido desterrados por no agachar la cabeza. A los que han hecho del dominó en la plaza y de la arepa compartida un acto de resistencia. A los que han convertido la ternura en estrategia política. A los que han aprendido que la democracia no es una utopía lejana, sino una urgencia cotidiana.
La lucha del pueblo venezolano ha sido coral, tejida con rabia y ternura, con ironía elegante y humor tragicómico, con cartas desde la cárcel que no llegaron, con apellidos imposibles y con canciones que cruzan fronteras. Ha sido una lucha que no se rinde, que no se olvida, que no se arrodilla. Y este Nobel, entregado a una mujer que ha enfrentado la represión con claridad, es también una forma de decir que la justicia puede ser poética, que la verdad puede ser canto.
En cada plaza, en cada sobremesa, en cada radio comunitaria en la que alguien deja colar un mensaje de lucha, este premio se convierte en himno. Porque la paz no es solo ausencia de guerra: es presencia de justicia. Y porque Venezuela, aún herida,aún sojuzgada, aún dispersa, aún migrante, sigue siendo un país que canta, que resiste, que sueña.
Este Nobel es también un mensaje al poder usurpador: no hay censura que borre la dignidad, ni represión que apague la memoria. Es una señal internacional que dice “los vimos, los escuchamos, los reconocemos”. No es solo un galardón: es una advertencia ética, una luz sobre las sombras del autoritarismo. Porque premiar la resistencia pacífica es denunciar la violencia institucional. Porque celebrar la voz de María Corina es ponerle un amplificador a la voz de millones que han sido silenciados. Este Nobel incomoda al poder ilegítimo, porque recuerda que la verdad, tarde o temprano, encuentra micrófono.
Este Nobel no cierra una etapa. La abre. Es fuego. Es canto. Es memoria. Es esperanza. Es un altar colectivo donde cabemos todos.
Aplaudo a María Corina. Y aplaudo a todos los que han luchado y luchan. No ha sido fácil ni lo será. El túnel ha sido oscuro y sembrado de bombas. Pero cuando un pueblo decide ser libre, nada lo puede vencer.
En ese podio en Oslo estaremos todos. No como espectadores, sino como protagonistas de una historia tejida con coraje y ternura. Estaremos con nuestras voces quebradas y nuestras gargantas firmes, con lágrimas que saben a patria, con arepas que alimentan la esperanza, con sueños que no caben en maletas y con almas encendidas por convicciones que no se negocian. Porque la libertad no se pide de rodillas: se levanta con el pecho abierto y se conquista con dignidad feroz. Ese podio será altar, será grito, será fiesta. Y allí, Venezuela no será ausencia: será presencia luminosa.
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