Eduardo Verano de la Rosa
Durante décadas, se ha asumido que el liderazgo de Estados Unidos era sinónimo de una dominación global incuestionable. Sin embargo, al observar el panorama actual, resulta evidente que todos los esfuerzos realizados por Washington para preservar ese estatus hegemónico han tenido un costo exorbitante.
El país se ha visto empujado —junto a sus aliados— a defender un sistema de mercado libre que, paradójicamente, le obligó a tolerar abusos sistémicos en otras latitudes. Hoy, la realidad es ineludible: Estados Unidos se ha mantenido en una guerra constante que ha drenado sus recursos y socavado su propia tranquilidad interna.
La arquitectura de seguridad construida tras la Guerra Fría se encuentra bajo una presión sin precedentes. Hoy, democracias jóvenes intentan consolidarse en medio de turbulencias, lo que ha forzado a los norteamericanos a desplegar 40 bases militares nuevas y a mantener un contingente superior a los 80.000 hombres en Europa.
Esta postura defensiva no es un capricho, sino una reacción necesaria. Washington tuvo que enfrentar la agresividad de una Rusia revanchista que, bajo el mandato de Vladimir Putin desde el año 2000, desafió el orden internacional. Primero fue la invasión a Georgia en 2008, luego la anexión de Crimea en 2014 y, finalmente, la invasión a Ucrania en 2022.
Estos tres conflictos obligaron a los gringos a detener las ambiciones rusas y a revisar profundamente su propio sistema de defensa. Se hizo evidente una verdad incómoda: la capacidad industrial militar estadounidense, incluyendo la construcción de barcos de guerra, corría el riesgo de ser superada, irónicamente, por la misma China que creció bajo el paraguas de la globalización occidental.
Ante este escenario, la Casa Blanca comprendió que no podía seguir subvencionando la seguridad del mundo occidental sin recibir nada a cambio. Es aquí donde entra un concepto clave: la reciprocidad. Sus aliados, especialmente los de la OTAN, deben asumir que los gastos en defensa son inevitablemente altos y que no pueden depender exclusivamente del contribuyente norteamericano.
La premisa es clara: si cada miembro de la alianza logra fortalecer su propio sistema de seguridad, el colectivo será más fuerte.
Un ejemplo palpable de esta transformación estratégica se observa en la relación con Israel. Aunque Estados Unidos continúa vendiéndole armas y proveyendo apoyo financiero, la dinámica ha cambiado hacia una exigencia de mayor responsabilidad fiscal en defensa para que destine el 5 % de su PIB a su propio gasto militar.
La expansión rusa impulsada por Putin ha obligado a Europa a despertar de su letargo geopolítico, mientras que en Asia, la defensa de Taiwán se perfila como el próximo gran reto. En este contexto, Estados Unidos debe redefinir su rol: ya no puede ser el imperio omnipresente que muchos políticos añoran en sus discursos sobre una hiperpotencia que ya no existe.
El futuro de la estrategia internacional depende de aceptar un rol más limitado, pero más efectivo, enfocado en el interés de su propia civilización occidental.
Es un escenario frustrante para los idealistas, que implica mayores riesgos y la aceptación de pérdidas relativas, pero es la única vía realista. A Rusia se le puede ganar la guerra en el terreno táctico y estratégico, impidiendo su expansión, mientras se entiende que el viejo orden de "policía mundial" gratuito ha llegado a su fin.

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